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lunes, 8 de septiembre de 2014

43. KILÓMETRO CERO.

Al tercer día de nuestra visita a casa de Mi Hermana Pequeña, mi hijo ya se encuentra mejor y podemos volver a la normalidad.
Desafortunadamente, mañana tenemos que regresar a casa.
En estos tres días, mientras yo me he quedado enclaustrada, al cuidado del pequeño, mi hermana y sus dos amigos canadienses han estado entrando y saliendo, visitando a otros amigos comunes  y solucionando algunos asuntos de sus trabajos.
Pero hay que buscar el lado bueno a todo. Hoy -si hoy-, mi hermana se lleva al niño a pasar el día al Zoo.
El Vancuverita y yo saldremos a ver la ciudad. Ahora me toca a mí pasearlo, aunque no tenga ni idea de a dónde ir, ni qué enseñarle. Bueno respecto a lo último podría enseñarle bastantes cosas, veremos lo que da de si la jornada.
Lo que si he hecho es avanzar en la novela.

[…] Al despertar, Amanda sintió como si un yunque pesara sobre su cabeza. Tenía la boca pastosa y el estómago le gritaba de hambre.
Dio gracias de que fuera sábado, de haber tenido que ir a trabajar esa mañana, hubiera preferido morirse a levantarse de la cama.
Arrastrando los pies consiguió llegar al cuarto de baño, el pis le olía a destilería. Se metió en la ducha y se puso a pensar en la noche anterior mientras el agua tibia recorría en descenso su cabeza y su cuerpo…
A Serafín ¿le habían gustado siempre los hombres?
Haciendo memoria de su relación con él, no recordó nada que le hiciera sospechar que así fuera. Claro, que la experiencia de Amanda en el campo sexual era bastante limitada.
Antes de conocer a Serafín, sus conocimientos al respecto se reducían a los manoseos que había recibido de su primo cuando ella apenas contaba con cinco años de edad –mientras él la entretenía con comics de vampiros-, o a los manoseos sufridos por un carcamal, dirigente del grupo de majorettes en el que Amanda desfilaba cuando tenía unos nueve años.
Desde luego, fuera como fuese, ahora creía entender por qué Serafín la había dejado.
Evidentemente, ella no podía darle lo que él necesitaba. Esa cuestión la alivió enormemente. No es que ella hubiese fracasado como mujer, simplemente no era un hombre. Contra eso nada podría haber hecho.
Salió de la ducha como si hubiera vuelto a nacer. Decidió que esa mañana comenzaba su nueva vida. Empezaría por acudir con Elvira a sus citas para visitar varios pisos de alquiler.
Lo de la mudanza era algo imprescindible para su resurgir […]

Como hemos madrugado, me he llevado a  El Vancuverita a la Chocolatería San Ginés para comernos unos churros con chocolate.
Necesito el chocolate a falta de otra cosa en estos días, a pesar de que “la otra cosa” esté dos puertas más allá, al final del pasillo.
Menos mal que este hombre es de buen comer, creo que no se ha fijado en mi forma de devorar.
Para rebajar el desayuno paseamos hasta llegar a La Puerta del Sol  y  saltamos sobre El Kilómetro Cero.
Los transeúntes nos miran como si fuésemos dos dementes recién fugados del manicomio. Reímos como niños y nos hacemos un selfie con El Oso y El Madroño, después seguimos paseando.
Sin darnos cuenta se ha hecho la hora de comer, otra vez.
El Vancuverita quiere probar un bocadillo de calamares, me han hablado de La Campana, que está cerquita de La Plaza Mayor.
Aunque, cuando me rodea la cintura con la mano mientras paseamos, paso de notar el ruido de mis tripas a notar un temblor en las piernas que me hace tropezar.
- Be careful! No te vayas a dañar.- Me dice mientras reafirma la posición de su mano para sujetarme.

Yo  ya no quiero calamares ni pasear…me tengo que calmar o el corazón se me saldrá por la boca.

1 comentario:

  1. No se quien se hace mas de rogar, el canadiense o la españolita, vamos que el tiempo es oro.

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